Por E. Riva Roure y F. Roth

Una “transición turbulenta”

Durante mucho tiempo, Aníbal Melo -argentino, empresario recibido de contador- desconfió de los precios que lo rodeaban. Despreciaba la inflación por considerarla desprolija, poco seria, y veía en las tarifas subsidiadas la raíz de todos los males. Aníbal, 58 años, recostado detrás de su escritorio en el piso de Carlos Pellegrini y Paraguay que es su base porteña cuando deja su casa en Bella Vista, suscribe a la teoría monetarista para explicar la inflación. Es decir, hace apenas tres años opinaba que el aumento de los precios estaba atado al incremento en el consumo generado por políticas de subsidios y redistribución de ingresos como los planes sociales. En esas épocas, se preguntaba: ¿las personas son víctimas o culpables de la inflación? Convencido de su respuesta, desconfiaba de todo: de los precios, del consumo, de la política. Agazapado, esperaba un cambio de dirección.

Hoy Aníbal considera que la normalidad del presente es amarga. Las teorías monetaristas han sido aplicadas y la inflación, lejos de solucionarse, ha crecido hasta situarse en un 33% interanual. Pelo canoso, tipo despierto, dice que lo vio venir, que nunca dejó de desconfiar. Por eso se resguardó a principios de año, alquilando por primera vez en la vida su campo de más de 800 hectáreas en Capitán Sarmiento, Los Robles. Dice que simplemente es un cambio de paradigma, la turbulenta transición de una política de subsidios hacia una de libre mercado. O, como él lo llama, el caos. En el caos, son los grupos monopólicos u oligopólicos en rubros como el alimenticio y la construcción los que fijan los precios arbitrarios que generan esta variante de la inflación. Aníbal advierte que el caos profundiza la desigualdad. También que es una buena época para ser patrón. Se abaratan costos, surgen oportunidades. Como en la construcción, actividad que creció hasta un 5,8% en junio y en la que él da trabajo, aunque muchos lo cuestionen, no lo entiendan: “El otro día estaba discutiendo con un tipo en una casa que estoy construyendo, me decía ¨oligarca¨, que estaba pagando sueldos bajos. Pero yo digo, en esta crisis, ¿qué preferís, un trabajo por poca plata o no trabajar?”.   

         

Voto de confianza

Manuel Rodriguez y Romina Schiavone no pueden evitar ver la mano de la fortuna interviniendo cuando recuerdan cómo tramitaron el crédito UVA que les permitió comprar el departamento en el Microcentro donde hoy viven juntos, tras ocho años de noviazgo y alquiler. Cuando empezaron a pensar en tomar un crédito hipotecario, el UVA era el único que descartaban de plano. La desconfianza que ambos sentían por las políticas del gobierno de Mauricio Macri chocaba con el voto de confianza implícito que implicaba firmar un crédito a 30 años con cuotas atadas a la inflación. Si finalmente solicitaron uno fue por puro pragmatismo: los exigentes requisitos de los otros créditos hipotecarios no les dejaban opción y lo que más deseaban era tener una casa propia. Especularon que en el caso de un eventual colapso de la economía o una disparada de la inflación serían tantos los damnificados que se les condonaría parte de la deuda. Manuel tenía fresco el recuerdo de su padre, a quien después de la crisis de 2001 le descontaron la mitad del importe a pagar por un préstamo en dólares que había tomado algunos meses antes del quiebre de la convertibilidad.

Iniciaron los trámites en mayo del 2017 para terminarlos en marzo de 2018. Alguna señal de buenaventura ven también en la fecha en que obtuvieron el crédito. Entonces la meta anual de inflación del gobierno era de 15%  y el dólar cotizaba a $20. Apenas dos meses después, el dólar había aumentado un 22,5% y el Banco Central perdido 6.500 millones de reservas para contenerlo en $25. El presidente Mauricio Macri anunciaba un préstamo del Fondo Monetario Internacional por 50 mil millones de dólares para garantizar la estabilidad financiera. Unos meses después, el gobierno ha firmado un segundo acuerdo con el FMI, el Banco Central cambió de presidente tres veces y el dólar fluctúa frenéticamente con picos de $41.

Manuel y Romina esperan. Aprendieron a ver la realidad en UVAs, unidades cuyo valor diario monitorean en la página del Banco Central. Su propiedad se apreció, pero también se encarecieron las cuotas. A este ritmo, gastarán $3000 extra a fin de año. Un dinero que sale directamente de sus sueldos, irregular el de él por ser músico y atrasado el que ella cobra como terapista ocupacional porque no se lo aumentan desde noviembre de 2017. Si bien siguen pagando menos de lo que les costaría un alquiler, la incertidumbre puebla su horizonte. Por ahora los créditos UVA no son una política fallida, pero un aumento severo de la inflación podría elevar las cuotas hasta montos impagables. Su capacidad de ahorro se erosiona día a día y no pueden aventurar pronósticos sobre aquel futuro al que se comprometieron por 30 años. Los cómodos y luminosos ambientes de su departamento amortizan el estrés y la ansiedad. Pero, ¿hasta cuándo?.

Vivir para sobrevivir

La calle Bermúdez conecta mundos. Bajando hacia el río desde su intersección con Libertador, se intuyen detrás de los muros y las láminas de hierro pegadas a las rejas algunas de las casas más bellas e imponentes de La Lucila. La calle sigue colina abajo, hasta llegar al terraplén por el que pasan las vías que recorre el tren Mitre. Este es el número 0 de la calle Bermúdez, en su cruce con la Av. Eduardo Ramseyer. Detrás de ella, contenido por las vías del tren y el río, se extiende El Ceibo, un barrio humilde que sucesivas gestiones municipales de Vicente López intentaron desmantelar hasta que la negativa de los vecinos a reubicarse los llevó a “embellecerlo”, dándole al barrio su imagen actual, llena de contrastes: las veredas de hormigón peinado como las del microcentro porteño chocan con la irregularidad de las construcciones.

La única calle del barrio, la Av. Almirante Brown, es estrecha y obliga a los autos a retroceder cuando viene otro de frente. En la planta baja de una casa sin terminar de dos pisos, al 3600 de Almirante Brown, vive con su hijo de tres años Mariett Reyna, 19 años, peruana nacionalizada argentina, camarera y beneficiaria de un plan social. Hoy el chico no está y ella tampoco suele estar en su casa: como su mamá vive en Ballester, cerca de la parrilla donde pasa seis días a la semana trabajando doble turno, aprovecha y duerme en su casa.

Cuando Mariett no está trabajando, los martes de franco, suele ir a la sucursal de Anses para intentar regularizar su situación. Si bien recibe el dinero de la ayuda social mensualmente, no sabe qué plan está cobrando. Las circunstancias de su vida han cambiado y eso puede leerse en los nombres de los distintos programas por los que pasó: primero el Salario Familiar, cuando estaba casada, luego el plan Madre Soltera, cuando se separó, y ahora, que su ex marido perdió el trabajo y ella trabaja informal, $1400 que retira de la sucursal del Banco Provincia en San Isidro un día determinado del mes. Sospecha que es la asignación universal por hijo, pero no está segura porque no recibió el bono de $1200 que el Gobierno aportó en septiembre a los beneficiarios de la AUH para suavizar los efectos de la recesión económica.

Casi todo el dinero que cobró este mes del Estado se le fue pagando la electricidad, que pasó en un mes de $350 a $1058. Los aumentos en el transporte público también la afectan: como solo se toma un tren para ir al trabajo, no consigue el descuento de la Red Sube. Calcula que gasta $200 al mes sólo en llevar a su hijo al jardín. Usar el dinero que cobra en la Anses para pagar tarifas la confunde. No entiende si el Estado le da o le quita o le da para después quitarle. Esta paradoja la desorienta en el debate político. Por eso en tiempos de crisis no se preocupa por la macroeconomía, los cambios de ministros o las próximas elecciones, sino que se centra en su progreso individual.

Sus padres le inculcaron la filosofía del ahorro. Por eso, de los pesos que cobra guarda un pequeño porcentaje, en constante devaluación. Le recomendaron que compre dólares, pero no termina de comprender lo beneficioso de la movida; además, no podría tener una cuenta corriente en un banco. En un contexto en que las cosas valen cada vez más, ella redobla su esfuerzo, y no piensa más que en sobrevivir junto a su hijo Benjamín. La solución es trabajar, dice, para así poder ser alguien. Reniega de sus vecinas, muchas excompañeras de un secundario que abandonó, de las que dice que toman mate todo el día, toda su vida. Su único recurso hoy es el trabajo irregular y mal pago al que destina todas sus energías.