Por Magalí Schefer

La alarma suena 6:30. Me levantó a la par de ellos, es uno de los pocos ratitos que tenemos juntos. De lunes a viernes trabajan en la “primera línea de fuego”, término que conocimos desde la llegada del covid-19. Mi papá, Walter, es traumatólogo y atiende en un centro de salud y también en un hospital provincial. Los salarios médicos no se equiparan con el valor real de la profesión. Mi mamá, Mariela, es otorrinolaringóloga en un hospital cruzando la General Paz. 

Cada día, la despedida es una espera eterna hasta sus retornos a casa. Papá recién vuelve a las 18 y mamá a las 13, excepto los miércoles que hisopa y, por eso termina a las 17. La pandemia, entre tantas otras cosas, hizo que mis papás volvieran del trabajo más cansados de lo normal, al punto que los momentos compartidos dejaron de ser tan frecuentes como antes del virus. 

Después del desayuno, a las siete en punto, mamá sale de casa hacia la parada del colectivo, aunque a veces va en auto, depende el día. Papá se va 20 minutos después. Y, en ese momento, empieza la cuenta regresiva hasta su vuelta. Las primeras horas hago trabajos pendientes, miro televisión y ordeno para distraerme. Pero al pasar el mediodía, empiezo a pensar con mayor detenimiento en ellos.

Qué estarán haciendo, cómo se encontrarán, si la policía los retuvo en algún control, cuál será el ánimo de los pacientes y otros tantos pensamientos que no paran de surgir mientras están lejos. Aunque lo que más me preocupa, a pesar de que mi papá tenga las dos dosis de la vacuna Sputnik V y mi mamá una de la Sinopharm, es el posible contagio. Supongo que es el miedo de la mayoría de los argentinos. Me supera. A veces, siento que soy una perseguida y caprichosa que sólo quiere tener a sus padres cerca, pero en este contexto donde todo cambia al instante necesito saber que están bien o tenerlos cerquita, en casa. 

Cada tanto mando algún WhatsApp por el grupo familiar. Pregunto cómo están y el estado del hospital, y también les cuento un poco de mí. Muchas veces les envío el mismo mensaje, pero en formato foto y ellos me responden igual. Es la comunicación que tenemos ahora, la que prima. Y así, pasan las horas. 

A la tarde noche llegan. Escucho la llave abriendo la puerta y sonrío. Llegaron. Están bien. Listo. 

Van directamente al fondo de casa, se cambian y desinfectan. Recién después, entran y nos saludan. Se bañan y, entre una cosa y la otra, llega el momento de la cena. A veces, papá se va a dormir sin comer. Lo mismo hace mamá. Pero cuando estamos los cuatro en la mesa es de los mejores momentos. Cada uno cuenta su día y yo los miro con admiración. Y también me enojo -con ellos- por los pacientes que tuvieron que atender y no se cuidan. O por las condiciones laborales y salariales que sufren en el hospital. Pese a todo, cuentan su día con la misma pasión de siempre. La pandemia los agota, nos quita momentos familiares, pero ellos cada noche se sienten conformes tanto con su persona como con su profesión. 

Y así termina mi día. Me voy a dormir, sabiendo que a la mañana siguiente volveré a tener otra espera eterna. Quiero que termine de una vez esta nueva realidad, no me gusta nada. Como también les pasará a otros tantos hijos de quienes están en la primera línea.