Por Justo Lacunza

Ciudad joven es aquella que crece y deja de ser pueblo pero que no pierde sus costumbres. Aquella en la que prevalece ese espíritu de poco movimiento, de besos y abrazos con la primera persona que encontrás. No importa quién, no importa haberla visto antes o ni siquiera tener idea de si reside acá o es un turista -esos pocos que solo vienen para conocer el silencio. Carmen de Areco es eso. Es una ciudad recién nacida. Para quienes vivimos acá, es una ciudad. Para los de afuera, un pequeño pueblo con muy poco de interesante.

Desde mediados de marzo el encierro cambió etiquetas. El pueblo volvió a nacer. El silencio, las calles desoladas, las siestas eternas, los perros callejeros que ladran, corren, van y vienen como si el asfalto caliente fuese el patio de casa, esas bicicletas ruidosas que tambalean de un lado a otro tan características del hombre borracho que vive más en el club que en su propia casa.

Ya no nos saludamos, ya no nos besamos ni abrazamos. No por no querer, sino por no reconocernos. Las caras medio tapadas por ese (nuevo) paño blanco -y a veces de colores. Los anteojos que por mucho tiempo estuvieron guardados vaya uno a saber dónde salieron a la calle. Esa moda obligada, impuesta por el cuidado y por el miedo a este maldito bicho que anda suelto por ahí, que en Areco todavía no se llevó ninguna vida pero ya mató costumbres.

Ya nadie se junta en la casa de su amigo un viernes por la noche para hablar y tomar durante horas. Ya nadie sale de su casa para tomar mates en la vereda -y mucho menos compartirlos. Nadie sale en familia a comprar el almuerzo o la cena. Parecería que nadie es de Carmen de Areco. Las costumbres dejaron de ser costumbres. Pasaron a estar guardadas en algún cajón hasta no sé qué día. Pero están ahí, donde estaba el frasco de alcohol que casi no se usaba, donde descansaba el cuello abrigado que hoy sirve de armadura.

El espíritu de pueblo volvió a crecer, a inundar las calles de ese vacío que para muchos es el paraíso. Para otros, un deprimente infierno. Como la visita del sodero del pueblo que entra a casa como si fuese la suya y pasa al patio a cambiar los envases. Un abuelo de casi ochenta años festeja esa visita como si fuese la del nieto que nunca tuvo.

Los fines de semana parecen no existir: da igual un lunes a las cinco de la tarde que un sábado a las nueve de la noche. Los hábitos no tienen horario ni día de la semana. Los -pocos- habitantes continúan encerrados. Las costumbres también.