Por Lucía Renella
Cuando salgo a la calle imagino si ya lo habré tocado. ¿Habré tenido la muerte en mis manos?
Pero qué triste y débil es, si con solo jabón y agua desaparece. Usted sabe muy bien cómo me gustaría más catástrofe. Como los virus del pasado, o como en las series, donde el caos es tangible y el protagonista es un tipo fuerte y la mina acompaña, donde existe la aventura y no es el encierro lo que prima como salvación.
Me dijeron egoísta. Egoísta por querer que la curva suba. Pero qué saben, no entienden que la espera eterna da más miedo que cualquier muerte.
¡Tanto Dios que anda suelto! ¡Tantas religiones! Lo tenemos mujer-hombre-cabra-Diablo, Dios viejo, Dios contemporáneo. ¿Y ahora, cuál se manifiesta? Ninguno, qué insolente. Qué oportuno.
No hay día más triste que el día en repetición. En cada casa, en cada rancho, en cada lugar, ¿alguien estará bien? Espero que no. El bien que encuentro lo encuentro al darme con que todos estamos mal. Y así nos quiero, mal.
Y ahora usted ve a poca gente o gente con la cara tapada. ¿Por qué no vamos directamente desnudos, si ya a nadie le importa nada? Si ya entendimos que todo era una construcción y que en realidad el mundo podía parar y no pasaba nada.
Y prima lo heroico. Se sostienen del aplauso de las 9 que rompe la siesta de los que dormimos a cualquier hora, rompe los tímpanos de los no héroes, y aparece la culpa. La culpa de no poder destacar en algo tan aburrido. Pero ya dijimos que los héroes no existían. ¡Lo dijimos! Por qué entonces nos siguen recordando lo inútiles que somos la mayoría.
Ya ven, que se van apagando todos. No solo las luces de los parques y los ojos de los enfermos. Todos se están matando porque ya no hay nada por hacer, y no me vengan con la empatía, con las recetas de Miranda, el patio de Juan y el jugador de fútbol que incluso contagiado mantiene el músculo y la carita linda. Porque no me sirve, porque me rehúso a que me sirva.