Por Micaela Risiglione
Es lunes y la ciudad parece muerta. No zumba ni el viento desde que el coronavirus es la norma. Mis dedos sobre el teclado son la única melodía que ameniza esta tarde que es igual a cualquier otra, pero con la diferencia de que, desde marzo, las calles en Buenos Aires están vacías. Es lunes y en este edificio estamos todos en casa. ¿A mí sola me parece infernal esta convivencia forzada a la que estoy sometida desde hace 45 días con toda la torre de departamentos que se despliega sobre y debajo de mí?
En planta baja, hace veinte minutos que un vecino está corriendo alrededor de un circuito que armó con caballetes en un patio de dos por dos y no puedo entender cómo todavía no lo desmayó el mareo. Y no. No es que viva mirando por este balcón interno a ver qué hace la gente del otro lado de mi vida. Pero imaginen, por un segundo, el silencio que hay en Villa Crespo para que la respiración del deportista se me cuele por la ventana.
Justo al lado mío, en el tercer piso, vive un tipo que es actor y bailarín. Hace unos días me lo crucé en la escalera del edificio mientras iba a hacer compras. Me comentó que estaba un poco fastidioso porque sus alumnos le pidieron que las clases de danza, que había suspendido, las dictara igual por videollamada. La idea lo deprimía porque odia la tecnología. Asumo que esa depresión le habrá durado lo que duró nuestra charla porque ayer, a la hora de los mates, sus rodillas contra el piso rebotaban en este comedor como si transcurrieran acá adentro.
Al lado del bailarín vive un rescatista de animales. Soltero, sin hijos, personal trainer. Antes de quedar reducidos al más absoluto de los confinamientos, había rescatado a una perrita preñada. Ocho cachorros tuvo: madre e hijitos decidieron que la alfombra en la entrada de mi departamento es un buen lugar para mear.
Mientras escribo esto, mi casa huele al queso quemado de unas berenjenas a la parmesana que salieron mal. Y a los sahumerios que prendí para tapar el olor.
En los diarios cuentan que este encierro va a seguir hasta fin de mes, por lo menos. Cuando decidí mudarme con mi novio me tomé mucho tiempo para estar segura de la decisión. Yo tengo paciencia, pero si convivir en el mismo espacio con una sola persona me representó una dificultad, imaginen cómo estoy ahora que en esta casa, como cantaban Sandra y Celeste, somos mucho más que dos.