Por Manuel Van Gelderen
Parado hace ya 20 minutos. El tiempo no pasa y ni el celular puedo usar. Por lo menos ya no tengo la misma vista que vengo sufriendo hace ya más de un mes. Pienso la cantidad de veces que quise quedarme en casa y ahora ruego salir aunque sea para laburar. Avanzando a paso de hombre, parece que mi turno no llega más.
Pienso y reflexiono mientras espero. Cuántas cosas nos perdimos por esta pandemia. Me acuerdo de mucha gente, incluso profesores, que hasta una semana antes de la cuarentena decían que los medios eran los que generaban esta paranoia, que no era tan grave. Me pregunto qué pensaran ahora.
Casi es mi turno. Los nervios me invaden aunque sé que no tengo de qué preocuparme. Reviso los papeles, el seguro, el documento y el tapabocas. También trato de pensar qué me pueden preguntar para, si tengo que responder, no parecer sospechoso incluso cuando no esté ocultando nada. Esta sensación me hace acordar a cuando estás en migraciones en un país extranjero. Se podría decir que estoy pasando las nuevas fronteras de la pandemia.
Avanzo. Me distraigo viendo a las personas de otros autos y los que están trabajando. Las ganas de socializar me desbordan. Ya es mi turno y el policía se me acerca. Le muestro documento, registro, seguro y permiso de circulación. Me mira pero es difícil leer a la gente con la mitad de la cara tapada. Le explico que solo voy a llevarles comida y productos a mis abuelos. Quién diría que este recorrido de no más de 15 minutos que hice tantas veces podía ser tan estresante.
Terminan de revisar. El oficial me saluda amablemente, me devuelve la documentación y me deja ir. Pongo primera y avanzó, no sin antes rociarme alcohol en gel, saludable costumbre impuesta en estos tiempos. Llego a mi destino y el viaje por fin termina, al menos la mitad. Espero que a la vuelta no vuelvan a controlarme.