Por Melina Hassan

Siglo XXI, año 2020. El mundo está gritando, grita con todas sus fuerzas pero nadie lo escucha, no saben interpretar sus emociones o simplemente no quieren hacerlo. El egoísmo nubla su juicio. Total, en algún momento se va a cansar, deben pensar, en algún momento tiene que parar, deducen. Y siguen dentro del círculo vicioso al que pertenecen sus vidas. Los rodea el caos y no le dan importancia. Sus ojos perdieron el brillo de cuando eran niños. La rutina agotó su paciencia, estresó sus días, hasta les quitó años de vida y aun así cuando les falta, la extrañan.

Las personas son raras. No logro entender su monotonía. Se acostumbran al desorden en vez de cambiarlo. Cuidan lo que les pertenece como si fuera un tesoro, sin entender que la mejor parte es buscarlo. Se enfocan en mirar su interior para encontrar lo que falla y arreglarlo pero sin lo externo no existe un adentro. Yo, yo y yo. Se superponen por sobre todo lo demás. Condenan lo que les llama la atención, ya sea por dinero o pasión. No conocen la empatía sino hasta el momento en que pueden experimentarla y ni siquiera es su intención. Se manejan a control remoto con pilas ilimitadas. ¿Acaso se le puede llamar a eso vivir? Piensan que saben todo cuando lo que más les falta es conocimiento. Necesitan que su vida frene temporalmente, tomar un respiro y tener tiempo, algo tan simple y valioso como el tiempo. Pensar, soñar, imaginar, crear, revivir el brillo moribundo para ver con otros ojos. Mirar al de al lado y entenderlo, intercambiar ideas, solucionar problemas o simplemente pasar el rato, divertirse. Que el aire grite empatía. Que el mundo se calme y grite: “¡Todavía hay esperanza!”. Porque nos creemos dueños de su territorio pero si le demostramos que no servimos no va a existir un futuro al cual pertenecer.

Foto: Brett Jordan / Unsplash